Su nombre es Lestat. Lo conocí una tarde de domingo en la librería nacional. Se presentó con un extraño acento francés. Lo invité a tomar una taza de café y aceptó, extrañamente jamás probó su café. Nos seguimos viendo desde ese día; solía aparecer en las noches y nuestras veladas se extendían hasta las dos de la mañana.
Algunas veces me pide que cierre los ojos y lo hago con gusto, aunque sé que no me besará y solo sentiré una leve punzada en mi cuello. Los médicos no logran explicar mis bajas plaquetas y mi sangre renovada.
Me ha besado en un par de ocasiones; su aliento siempre huele a sangre y sus labios son fríos, pero sus besos son calientes y peligrosos, sus continuas mordidas han dejado cicatrices en la cara interior de mis labios.
En una calurosa noche de enero se apareció frente a mi en una discoteca, tomó mi mano y me sacó del lugar hasta un lugar alejado y oscuro; allí me abrazó por la cintura con fuerza y nos elevamos por los aires. Recorrimos la ciudad de noche, aferrada con fuerza a su delgada figura, temerosa de las alturas abrazada a un cuerpo frío como el mármol.
En una oscura tarde de domingo apareció de nuevo, esta vez en mi cuarto; de nuevo me tomó por la cintura y me cargó, me sentí como una chiquilla cuando me aferré a él. Esa tarde nos besamos hasta la saciedad.
Él nunca me ha dicho lo que es, pero yo lo sé: es un vampiro y nunca ha sido necesario decirlo o preguntarlo, él también conoce mi secreto: amor.
Me enamoré de un vampiro, es un hecho. Lo dicen mis ojeras, lo grita mi pálida piel, me lo recuerda mi aversión al sol y mi somnolencia en el día.
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